Allí está el joven residente en la cafetería del hospital, en medio de varios compañeros, una cafetería estrecha repleta de ojeras y de pijamas de verdes, blancos y azules. Hay chavales con el pelo desordenado y mochilas a reventar. Hay tipos de batas relamidas con corbata y bolígrafos asomando en perfecta hilera del bolsillo superior, en sincrónica perpendicularidad con la raya de los pantalones. Hay mujeres que toman infusiones con manicuras francesas perfectas y maquillajes encubriendo edades indescifrables. Hay parejas que intercambian miradas y bostezos, amores fugaces de hospital. Hay besos robados con sabor a café con leche en vaso. Hay anécdotas que se untan en el croissant y cabeceos que delatan hora y media de cama caliente.
Es la cafetería de un pequeño hospital provinciano. Todo un ensayo sociológico
En medio de aquella fauna, está el joven. Ante él se han abierto las aguas de sus compañeros y por allí se cuela un Moisés de pelo cano, camisa de rayas sin una arruga y corbata de presidente del colegio de médicos. A su derecha una desconocida de inmaculada bata y mirada admirativa, a la sombra de la aureola del pope, que está serio y se recoloca las gafas preparado para entrar en acción.
El joven está solo. Con la soledad del tipo perdido en el metro de Tokio. Se hace el silencio del director de orquesta cuando golpea con la batuta en el atril. Frío, el chico tiene frío.
- ¿Fuiste tú quien atendió hace una semana a un señor que llegó con un cambio de comportamiento brusco, que no quería salir de su habitación? ¿Te acuerdas de él?
Ríete de los flashback de las series de la HBO. El joven está ahora de repente en un box de Urgencias. Ya se han echado esas horas de la noche donde se calman las mareas bravas y la edad empieza a pesarles a los adjuntos. Se despejan los pasillos, se enturbian los ojos y los cerebros, se duermen los afortunados acurrucados apretando los ojos con prisas. Ya no es un novato, es un residente mayor. camina por los pasillos repartiendo sonrisas de confianza a los nerviosos novatos. Ojea sus historias, les da consejos de perro viejo, tutea a los celadores, bromea con las enfermeras. Vive en un estado de seguridad que presagia un desastre de proporciones bíblicas.
Se encarga él mismo de ese paciente que acaba de entrar. El hombre esta hecho un ovillo sobre la camilla, mirando hacia el panel que hace de tabique. El joven le interroga con poca paciencia. El hombre está huraño y responde con monosílabos y gruñidos. No insiste mucho, no son horas. Sale del box agitando la cortina como si echara el telón. La familia esperaba en una sala de espera triste de hospital invernal, como una canción de Sabina.
- Le hemos traído porque se ha encerrado en su habitación y no quiere comer, no quiere salir. Solo tolera que entre mi madre y apenas le saca una palabra. Llora desconsoladamente y no sabemos por qué. Claro, doctor, claro que no era así. El maneja su negocio, va al mercado de madrugada, coloca la mercancía, atiende a las clientas.
Vuelve al box. El hombre no se ha movido, el logo del hospital de la sábana le llega al lóbulo de la oreja. El médico tiene en la mano los análisis rutinarios que le ha pedido. Los mira bostezando, mientras escucha sollozar al pobre hombre. Tiene pocas dudas, se va a la sala y termina su informe. El diagnóstico de cuadro depresivo y el tratamiento lo habían moldeado las lágrimas del paciente y la seguridad infantil de ese aprendiz crecido y somnoliento.
- Ayer volvió porque su actitud había empeorado y lo trajo de nuevo la familia. Tiene un tumor frontal. Nunca, nunca te olvides de que en cualquier persona con un cambio brusco en su comportamiento hay que descartar organicidad.
El joven está desnudo, desnudo e inútil. La cafetería parece escupir un silencio sepulcral. Seguramente no será así, pero él oye el aleteo de una mosca. El adjunto le ha clavado los ojos sin apenas parpadear, mientras él sentía como iba perdiendo una a una sus ropas, mientras la confianza de gallito de high school se marchaba por el sumidero.
- Tu error ha retrasado una semana el diagnóstico. No va a variar gran cosa ni el tratamiento ni el pronóstico. Pero debes tener más cuidado.
Se da la vuelta y se marcha en dirección a la barra. Las aguas se cierran de nuevo. Pero el silencio no se levanta. Todos se mueven incomodos, hay carraspeos y miradas esquivándose. Los cafés se apuran y las frases suenan a palmaditas falsas en la espalda. Los grupos se disuelven y el joven se marcha a los vestuarios sin poder quitarse de la cabeza al hombrecillo aniñado en su camilla sollozando. Camina por los pasillos del hospital completamente desnudo. Es lo normal cuando te paren al mundo real.
3 comentarios:
¡¡ Ahg !!
Otra innecesaria humillación en el momento de mayor relaX, con una importante ineficacia docente y con un feedback que no aboca a mejora alguna.
A la hoguera a tantos adjuntos "indocentes".
Lo triste es cuando es el pope el que se pierde entre los laberintos de los multiples síntomas, el laboratorio, la clínica...y el diagnóstico se retrasa tanto, tanto, que la glomerulonefritis rapidamente progresiva es irrecuperable y la responsabilidad se diluye, se diluye...porque no era de nadie,bueno era de la propia enfermedad que no dio la cara a tiempo...Qué triste.
También por desgracia esto forma parte del aprender,aunque te deje mucho peor sabor de boca que una asignatura pendiente
Besos
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