lunes, 7 de noviembre de 2016

La Puch Cóndor

Cuarenta días al año de tu vida pasando la tarde y la noche en el servicio de urgencias, o al menos eso es lo que dice el cartel de la puerta. Aunque no engaña a nadie. No hay que llevar demasiado tiempo en este negocio para darse cuenta de que ese nombre tan políticamente correcto de Atención Continuada le viene mucho más al pelo. Y cuanto antes aprenda uno a asumirlo, menos riesgo de desarrollar una ulcera de duodeno tendrá. Cuarenta días al año, cuarenta tardes y cuarenta noches. Dan para mucho, y también para poco. Después de unos cuantos años, las caras se vuelven conocidas, los apellidos te suenan y sin bucear demasiado aparecen viejas entradas de otras tardes o de otras noches.

El bucle de la vida recubriendo de longitudinalidad el trabajo más transversal que existe.

Ya escribió algún pirado por ahí que la Medicina de Familia era la vida. Y como en la vida misma, cuando los años van consumiendo la fogosidad juvenil, el cuerpo te pide menos adrenalina, ya no te apetece tanto ese paciente desconocido con un problema de ayer, de hoy o de siempre, como las presentaciones de las canciones de las folklóricas que hacía Íñigo. Ahora la cara se te ilumina si al sonar el timbre aparece uno de los pacientes de tu cupo, de esos que, según la forma que tiene de arrastrar la pierna derecha, ya sabes que le ha atizado la ciática asesina por andar recogiendo los melones del huerto.

Pero cuarenta días al año son muchas horas, son muchas caras, son muchos nombres. Y terminas por agradecer que tu frágil memoria empiece a retener alguno de ellos, la ilusión de confianza que te proporciona es árnica para los viejos huesos que mal duermen en las camas de los servicios de guardia.

Cuando veía la Puch Cóndor aparcada en la puerta al asomarme, ya sabía quién era. Nos saludábamos   con un gesto de reconocimiento mutuo, como Karpov y Kasparov en sus buenos tiempos. Yo nunca conseguía acordarme de su nombre por más que lo intentaba, era inútil. Necesitaba siempre el chivato de la tarjeta sanitaria, que él dejaba encima de la mesa mecánicamente. Cuando la pantalla me daba el  pie, empezaba el intercambio que yo conseguía mantener bajo el paraguas de la cordialidad llamándole por su nombre de pila, y preguntándole por los anteriores encuentros, casi todos ellos provocados por unos bronquios hartos de tanta nicotina.

Tenía una voz aguardentosa inconfundible, se repantingaba en la silla y colocaba una ristra de inhaladores sobre la mesa seguidos por un inevitable no me hacen nada que yo respondía siempre con un algo le harán, que era algo así como una apertura española y la defensa Murphy correspondiente, y que nos llevaba a una partida que solía terminar firmando las tablas: yo le ajustaba el tratamiento, le regañaba por fumar, y él cabeceaba gruñendo maldiciones contra el jodido tabaco y la madre que lo parió.

Me extrañó no ver la Puch Cóndor en la puerta cuando sonó el timbre, aunque al instante descubrí la causa: es imposible empujar una silla de ruedas desde la moto, por versátil que resultara el modelo catalán. Nos saludamos con respeto aunque noté algo extraño, como si llevara los hombros mas caídos o como si hubiera abandonado ese toque de bravuconería que había llegado a conocer bien. Rarezas de tantas horas de guardia, u olfato de perro viejo, quien sabe.

En la silla de ruedas se encogía una mujer canosa, con gafas, que trataba de ubicarse con la mirada, sin encontrar el recuerdo que le sirviera. Los que almacenara en aquella cabecilla, eran a todas luces  inservibles para el mundo real. Tranquila madre, que terminamos enseguida, le dijo mientras cabeceaba con fatalismo. Había dejado la silla de ruedas mirando hacia la ventana, mientras me explicaba que veía a su madre fatigada y que aquello le parecía más que un catarro.

Guardó silencio mientras la auscultaba, y sólo intentó tranquilizarla en alguna ocasión en que se revolucionaba cuando trajinábamos con sus rebecas, jersey y combinaciones. Luego, cuando me senté frente al teclado, mientras escribía, las cosas se precipitaron sin estrategia ni aviso previo. Nunca sabes cuándo se desbordarán los sentimientos, y bien pensado, es preferible no saberlo por la tentación cobarde de largarse, y porque sería una canallada abandonar la partida.


Con la voz más ronca que de costumbre, empezó a contarme cómo hacía poco había encontrado a su hermano ahorcado. No se si sabe, doctor... me dijo. Yo no sabía si sabía, pero daba igual. La espita estaba abierta y de lo que se trataba era de dejar salir todo el gas.

El relato fue crudo, corto. Le había buscado por todas partes, sin poder sospechar nada como aquello.  Cuando se se le ocurrió subir al desván se había quedado durante unos minutos de piedra,  sin saber cómo reaccionar.

Yo había detenido el tecleteo, paralizado. Estaba absolutamente abrumado viendo la pena negra que ahogaba a aquel hombre, mientras miraba de reojo a su madre, que, de lado a nosotros, seguía ajena a la conversación, con los ojos vacíos clavados en la ventana.

Cuarenta días al año no te preparan para recibir de golpe todo ese dolor, no puedes hacer mas que rendir tu rey ante esa partida fulgurante y brutal. Sólo pude asentir con la cabeza, balbucear sobre lo dura que es a veces la vida, el tiempo justo para que tragara el nudo de lágrimas y poniéndose de pie, diera la vuelta a la silla de su madre y se marchara.

Ahora estoy sólo cuidando a mi madre, que ya ve usted cómo está, y no doy más de mi. Sí que es dura la vida a veces, sí.

Cuesta trabajo saber qué ha sido de personas que no son de tu cupo. Parece que el batallar diario apenas te deja tiempo para hablar con un compañero, y cuando lo consigues, siempre surgen cosas que parecen empeñadas en reclamar los titulares y dejan para las últimas páginas esas vidas que, ¿sin quererlo?, alguna vez nos golpearon.











1 comentario:

Kate dijo...

Excelente historia, algo que no veremos sin duda en los cursos enarm, pero que lo vengo a leer en ete excelente blog.
saludos!