lunes, 8 de mayo de 2017

Indefensa

Ella era de esas personas que parecen atraer los rayos del sol. No son tantas, pero son tesoros que parecen primaveras en ebullición, transforman los lugares en dibujos animados de película de los Beatles psicodélicos, cambios mágicos que consiguen con un par de sonrisas, tres palabras y cuatro miradas a los ojos de las que calientan como una manta zamorana.

Llegó a un centro de salud donde el buen rollo se había ido acorchando, los cafés se acortaban o se volvían grises y cenicientos, la vida parecía querer detenerse bajo capas de polvo y de rutina. Abrió las ventanas de par en par, la cocina volvió a ser un espacio concurrido donde se apretaban unos codos contra otros y volaban los chistes y las fotos se desplegaban en las pantallas de los teléfonos móviles. Las articulaciones parecían haberse engrasado por ensalmo y ya nada chirriaba, hasta el silbido de la tetera respetaba el gorgoteo de la cafetera italiana. Sin duda, aquello era mucho mejor que el páramo por el que iban transcurriendo los días y aquel birlibirloque solo tenía una culpable, la nueva médica. 

Salía a recibir a los pacientes a la puerta con la bata arremangada ejerciendo su efecto balsámico con una mirada o un comentario, disfrutando del ensalmo que provocaba entre sus fieles, que se habrían arrancado la lengua con unas tenazas antes de quejarse lo más mínimo de su sempiterno trastoque de horarios. No habían tardado mucho en lanzarse a cruzar los,puentes que les había tendido y si se les preguntaba en el bar o en el súper, no sabían precisar cuánto tiempo llevaba siendo su médica de cabecera, pero indefectiblemente, todos apostaban muy por encima del tiempo real. Sí, hay quien tiene ese don, son mutantes de la felicidad, alumnos aventajados de un profesor Charles Xavier dedicados en cuerpo y alma a hacernos a todos la vida más hermosa. 

Él vivía en el hechizo desde el minuto uno. No era del pueblo y su segundo paso tras el aterrizaje fue acudir a buscar médico que le acompañara por el berenjenal infumable en que se había convertido su obsesión por la salud, una zorrera de miedos e incertidumbres que en realidad jamás le dejarían ser de verdad una persona sana. Le asignaron a la médica nueva aunque su cupo se llenaba a marchas forzadas, según le explicó la administrativa. A él le daba igual, con que le escuchara y le atendiera en lo que le pidiese le bastaba. Se extrañó un tanto cuando su sentido de experto en salas de espera detectó elevados niveles de endorfinas y sonrisas bobaliconas en las sillas de su alrededor. Después de la primera visita lo entendió todo, fue una conversión al estilo Saulo, con porrazo en la crisma por caída desde su caballo de hiperdemandante ante su nueva diosa sanitaria. 

A partir de ese momento se transformó en un devoto de misa-consulta semanal, de los que leen el salmo responsorial y escuchan con aprovechamiento el sermón. Ella seguía mientras tanto repartiendo inadvertidamente las conexiones a quienes entraban por su puerta, con la candidez que vive la gente como ella, con una inocencia sincera que a los demás les resulta tan conmovedora. 

Su petición de amistad en Facebook había quedado en el éter como hacía siempre. Le gustaban las redes sociales. Había llegado a ellas con desconfianza y como si hubieran realizado en ella su particular revolución industrial, le habían dado un telar mecánico para unirse a las personas donde antes solo tenía un hilo y una aguja. No obstante, desde el principio pensó que si no se manejaban con cuidado, podían convertirse en poderosas enemigas. Los primeros mensajes en Twitter la desconcertaron.  Le llegaron una noche mientras estaba de guardia. Los leyó y releyó pasando sin solución de continuidad de la incredulidad a la tristeza, del autoreproche a la rabia. La noche se alargaba eternamente mientras decidía cuál sería la actitud apropiada. Finalmente optó por un reproche suave pero firme. Los segundos que pasó con el dedo a un centimetro de la tecla de enviar le demostraban el miedo que le daba tener que adentrase en ese sendero. 

Las personas como ella, los mutantes de quienes mana la energía de la vida que nos rodea, a veces parecen tan frágiles como flores de invierno. Y sobre ella cayó de golpe toda la escarcha que trajo la respuesta airada del rechazado devoto, los reproches infundados, las amenazas despechadas de propagar bulos como quien quema malas hierbas en un verano seco, los insultos, el desprecio. 


Cuando te has acostumbrado a los colorines del Yellow Submarine, los grises te abofetean y te descolocan. Los compañeros vagaban buscando la fuente de calor como los fantasmas de un castillo medieval, como los niños que son capaces de adivinar el dolor de sus madres pero no saben ponerle un nombre. Cuando ella no pudo justificar por más tiempo la tristeza que lo helaba todo a su alrededor, les explicó el dolor que le provocaba su indefensión. En realidad, la indefensión siempre había estado allí. Lo que dolía era haberla mirado a la cara por primera vez, porque ya nunca te olvidas de ella. Y porque sientes como se convierte en la gota de la tortura, la que horada con su insistencia la confianza. 



Aquella tarde, dos de sus compañeros esperaron dentro del coche. Le vieron venir de lejos, con el pan debajo del brazo. Cuando pasó junto a ellos abrieron las puertas y le llamaron por su nombre. Les reconoció a ambos de haberlos visto en urgencias. Sus gestos y sus medias frases le reconocían culpable sin necesidad de juicio. Fue una conversación breve, con muchos más silencios que palabras. Fue un acto desesperado de quienes veían esfumarse la esperanza por el sumidero de la indefensión. Y no estaban dispuestos. De ninguna manera. 












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