lunes, 15 de mayo de 2017

Pacientes

Ella molesta al médico. Cada vez que sale al umbral de su consulta a llamar al siguiente la encuentra de pie, pegada a la puerta, violando ese espacio personal respetuoso que en el fondo le gusta que mantengan los pacientes. Se dice a sí mismo que esa zona de seguridad es señal de educación y no le gusta que ni ella ni nadie se salte las normas no escritas. 

Ella no dice nada, solo espera expectante mirándole a los ojos, como el cachorrillo que espera su galleta. Aun así, le molesta. Luego, cuando comprueba que no es ella a quien lo toca todavía, cuando repasa el siguiente y el siguiente nombre para encontrarla y descubre que en realidad aparece mucho más abajo en la lista, siente una punzada de remordimiento porque en el fondo sabe que no se trata tanto de una cuestión de respeto, sino de superioridad, de mando, de jerarquía y poder. Entonces vuelve a mirar esos ojillos de perro abandonado que esperan silenciosos su segundo de atención, y sonriéndola, le explica que aún le quedan cuatro antes de que le toque. Entonces ella le devuelve la sonrisa con timidez y parece hacer caso de su consejo de esperar tranquilamente sentada. Pero cuando vuelve a abrir la puerta, ella vuelve a estar allí, silenciosa y con los ojos enormes clavados en el y en su lista, como si nada hubiera ocurrido. 

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Lleva años haciéndole bromas sobre su soltería. Se las hace en la calle antes de entrar al consultorio, en la puerta de la enfermera cuando viene a hacerse el Sintrom, en el puesto de fruta cuando vuelve de visitar a alguien en su casa los jueves a media mañana. El sonríe con su cara mal afeitada y unos dientes desiguales medio podridos que le han dado más de un disgusto, pero que se niega a sacarse mientras aún mastiquen. Pero cuando está esperándole por la mañana desde casi una hora antes de empezar la consulta, con una cara de estar despidiéndose de los familiares cercanos, el médico sabe que los oídos se han vuelto impermeables a las bromas, que le esperan un par de semanas de visitas tempraneras, meneos desesperanzados de cabeza y sentencias de malos augurios. 


El médico ha aprendido a reconocer las señales, que se repiten matemáticamente como la vuelta de las oscuras golondrinas, e intentan inundarlo todo de tranquilidad, empatía y seguridad. Pero nada: la cabeza vuelve a negar tenebrosamente insistente, las frases lapidarias se intercalan con un tsunami de suspiros que se llevan por delante la empatía y el buen rollo del más pintado. 

Entonces, por un segundo, el médico flaquea, cree ver en los ojos apagados del viejo solterón la firmeza inquebrantable de morirse, y le entra un pánico que casi no se atreve a reconocerse ni a sí mismo. Pone todo su arsenal sobre la mesa dispuesto a enfrentarse a la invencible compañera hasta el último aliento de placas, analíticas, medicinas y hospitales y en el fragor de la batalla se reconoce a sí mismo el invierno anterior oyendo los golpes en los cristales con sus alas juguetonas y entonces frena derrapando, se vuelve a la camilla, donde sigue sentado sin moverse y le mira a esos ojos tristes que soportan todo el mal de este mundo, soltándole la burrada más grande que se le ocurre solo para ver aunque sea por una fracción de segundo, el atisbo de su sonrisa de pícaro irredento. 

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Habla a voz en grito. Apostilla cada una de las barrabasadas que dice que hace su marido con una referencia a las múltiples enfermedades que ella acarrea. El calla y la mira con un aburrimiento que es casi palpable fisicamente. Los síntomas se entrecruzan y se mezclan de tal forma que ya no saben en qué órgano quedarse, ni siquiera en qué persona. El médico sufre desconexiones intermitentes. Ha comprobado que es la única forma de que su cerebro procese el torrente informativo sin morir en el intento. Bucea en medio de aquellos gritos como el que nada en el fondo de un pantano buscando un tesoro y encuentra la clásica bota medio carcomida. Ella acompaña ese megamix del Harrison con aspavientos que viajan de la cabeza a la pierna pasando por cualquier otra parte de su anatomía, mientras el marido resopla y ocasionalmente farfulla dos o tres palabras que solo pueden tener sentido en su cerebro. 

La consulta se vuelve un valle de lágrimas. Las quejas siguen migrando de un punto a otro de su cuerpo al ritmo de unas manos de bailarina de flamenco mientras el médico se estruja las meninges temeroso de terminar de dragar aquel pantano lodoso y quitarse el traje de hombre rana habiéndose dejado el tesoro en el fango sin rescatar. Así que cuando por fin recupera todas sus conexiones y sin grandes contemplaciones detiene el torrente ayudándola a levantarse de la silla, la ve marchar despacio e inestable sin poder evitar la sombra de la duda. 


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