lunes, 22 de mayo de 2017

Quemados

La mujer levanta ligeramente el tono de voz y adelanta el cuerpo hacia la mesa en actitud claramente intimidatoria, justo antes de que el médico apriete el botón de imprimir la interconsulta. Quiere asegurarse de que ha añadido el imprescindible preferente, no vaya ella a tener que esperar más de un año para que le hagan la resonancia que tenían que haberle hecho el primer día que empezó con sus dolores de espalda. Que una vecina suya empezó igualito que ella y al final tenía tres hernias discales, que a la pobre no han podido ya ni operarla ni nada, ahí está con sus hernias y esos lumbagos que le dan tres o cuatro veces al año, yendo todos los años a rehabilitación, y ella no quiere acabar así.

El médico duda durante una fracción de segundo, y la mira fijamente a los ojos  tentado de aceptar el reto y desplegar las alas del conocimiento. Pero la duda se disipa como un retortijón inoportuno de la conciencia y despliega la ventanita que descubre el ansiado preferente, clickea e imprime. Ella insiste "me lo ha puesto preferente entonces", y cuando coge el papel de la mesa lo repasa para asegurarse de que aquel intermediario entre ella y la solución a sus dolores, no se arrogue atribuciones que no le corresponden. Satisfecha con su volante, termina sus reivindicaciones con "esa cajita de inyecciones tan buenas que usted sabe que me van fenomenal, aunque no entren en el seguro, que es una vergüenza que mi marido haya estado toda la vida pagando a la seguridad social para que ahora una pobre mujer se tenga que pagar las inyecciones"

Al fin se marcha con un juego de cintura que ya quisiera para sí Sergio Ramos, con los volantes debajo del brazo y la receta blanca que tanto le cabrea para poder comprar las inyecciones. Deja la puerta abierta de par en par y sin solución de continuidad asoma la cabeza el siguiente paciente. El médico le pide que espere un minuto, que debe hacer una llamada, y para atemperar un poco la cara de mala leche que se le pone al paciente, coge el teléfono y empieza a marcar números. El caballero cierra la puerta con un poco más de energía de la esperada y el médico cuelga el teléfono para cerrar la pantomima. Le apetece tomarse un segundo para sí. Y entonces comete el error que se había prometido no cometer, recuerda los días en que creía ser un buen médico, los días en que acudía a trabajar sonriendo, en que se tomaba el café a toda prisa entre bromas con los compañeros para empezar cuanto antes, los días en que se marchaba a casa creyendo tener la mejor profesión del mundo. 


Y entonces saca el repertorio de maldiciones gitanas y maldice con saña a quienes conforman su lista de la vergüenza. Los tiene numerados, localizados uno por uno, figuran en su cabeza con ese lujo de detalles que da el haber repasado las afrentas una y otra vez, los engaños, las promesas incumplidas. Sabe que no es sano, y cada vez que se dedica a tan innoble tarea, se jura por lo más sagrado que será la última y que ya ha pasado página. Pero la auténtica realidad es que se ha convertido en un adicto. El día anterior le llamó un excompañero. Ya no existen las llamadas de cortesía, al menos es lo que él cree. Le contó con crudeza que trabajaba solo por el dinero, que ha decidido no enfrentarse a nadie, no tomar ninguna iniciativa, solo sentarse y esperar a que llegue la nómina el día uno. Para quitarle hierro, le dijo que estaba satisfecho con sus cursos y sus máster, pero que la consulta era solo trabajo, sin más. 


Pero no podía engañar a nadie, y menos a sí mismo. Su compañero intentó torpemente animarle, pero el veneno que escupía terminó por conseguir que le devolviera solo largos silencios. Y aquella conversación le había revuelto las tripas y le había hecho pensar en lo que no quería volver a pensar: que una vez fue un gran médico. 

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Solo hacía dos años que había terminado la especialidad. Por esos azares del destino, el final había coincidido con un cambio político. Y los nuevos mandamases querían marcar distancias con los anteriores, y de paso apuntarse tres o cuatro titulares sabrosos que se clavarían como un rejón en el morrillo de quienes buscaban ahora fortuna en plazas mayores. Total, aquello era el principio de la legislatura, y ya se sabe que junto con el periodo preelectoral, son las mejores épocas para terminar la residencia. 

En cualquier caso, menos de cuatro meses después de enmarcar el título de médica de familia, ya tenía su propia consulta. Es verdad que era un pueblo de los limítrofes con la capital, de esos repletos de capitalinos revenidos que parecen tener plaza de aparcamiento en el Ramon y Cajal o en El Niño Jesús, resignados a tratar con médicos del extrarradio. Y ella había sido residente urbana, pero le había encantado su experiencia rural y lo más importante era la ilusión que le hacía que su nombre apareciera en la puerta de la consulta. 

Habían pasado dos años. Había envejecido en dos años, se lo notaba en el espejo por la mañana cuando se arreglaba a toda prisa una coleta práctica antes de salir hacia el pueblo. Aquel día vendría a hablar con ellos su tutora rural. Llevaba toda la semana contenta con la perspectiva, volverse a ver después de los años, más allá de los guasap que aún se enviaban de cuando en cuando. Solían reunirse en el Centro de Salud una vez en semana, pero la cruda realidad era que las reuniones escaseaban, todos encontraban excusas o aprovechaban los cierres parciales de las consultas para sentir la gozada de ir a otro ritmo, terminar pronto, poder repasar una historia, consultar unos papeles, leer un artículo. 

Pero aquel día, ella se presentó en la sala de reuniones y le plantó un abrazo y dos besos a su tutora. Fue un "como decíamos ayer" en toda regla, un salto espacio temporal de los que solo se dan en las películas y en los sentimientos verdaderos. Al final encontraron tiempo para la confidencia, porque a las dos las atraía y las atemorizaba como entrar en la casa del terror del parque de atracciones. Su tutora solo necesitó dos o tres respuestas prefabricadas para meter el dedo en una úlcera de grado tres. Entonces se derrumbaron las fachadas y confesó estar desando que se convocara la oposición, o que hubiera un concurso de traslados, lo que fuera más rápido, para cambiar de plaza. Era capaz de reconocer sus errores, aunque vinieran maquillados por las mil y una razones que había oído y leído en tantas ocasiones, las mismas que se había jurado una vez no decir nunca. Solo habían pasado dos años. Su tutora la despidió con el abrazo que das a la hija que se marcha a trabajar a Estados Unidos sin saber hablar inglés. Le dio todos los consejos que le vinieron a la cabeza, los trucos que creía podrían darle una oportunidad. Ella volvió a su casa por la autovía sin pasar de noventa, sin ver el tráfico, sin escuchar la radio. 















1 comentario:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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Hay cuestiones de desarrollo personal: mi autoestima o mi autoquerencia o mi autovalía o mi autoconfianza.
¿Estoy satisfecho de ellas?.
Es que lo demás depende de ello.
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