lunes, 10 de septiembre de 2018

Caballero sin espada

El médico joven está esperando nervioso, como si fuera a correrse el telón de la Scala de Milán y tuviera la boca reseca. Trata de aparentar tranquilidad, más que nada porque es novato entre primas donas que se desenvuelven entre bambalinas como las estrellas que son en un firmamento que tienen trillado hasta sus últimos rincones. Se les notan los años de experiencia en las posturas relajadas, en las risas que se marcan y en ese aire desenfadado de la nobleza cuando está en palacio. Todo lo contrario de él, que parece claramente el campesino que quiere codearse con los mejores, pero que juega en otra liga.

Todos han sido convocados a la misma hora. Todos llegan un poco tarde, besándose y saludándose como lo hace la gente de bien, intercambiando frases hechas sobre lo sobrecargadas de sus consultas, la locura en la que viven día a día, el despropósito en que todo se esta convirtiendo y el apocalipsis que se adivina detrás de la esquina. Lo habitual, lo mismo que se escuchaba veinte años atrás. El apocalipsis se toma su tiempo, hace bien. El joven es recibido con la condescendencia con la que se permite a las nuevas generaciones asomarse a la mesa de los mayores. Su nerviosismo es negro resaltando sobre el blanco inmaculado de la experiencia de los demás, se percibe a kilómetros de distancia.

Parece que llegar tarde era lo adecuado, porque los trámites previos van con demora, como estaba previsto, como ocurre cada año. Hay un grupo de nuevos residentes escuchando con los ojos bien abiertos y los cerebros echando humo a sus compañeros, anotando las características de cada tutor, de cada centro de salud y consultorio. Es un cónclave al que tiene vetado el acceso cualquiera que no lleve el capelo cardenalicio de residente, una rito de iniciación donde se queman en la hoguera los secretos más inconfesables de aquellos privilegiados que duermen en el Olimpo de los tutores, pero que, como los antiguos dioses, guardan oscuros secretos, debilidades mal disimuladas, defectos que rompen la armonía divina, y que sólo pueden ser transmitidos de boca a oreja en susurros que nunca deberían salir de aquella habitación.

Y mientras se reparten las candidaturas a Papa y a diablo, y a los acólitos de ambos, una pequeña representación de esa hoguera de vanidades tutoriales espera pacientemente que les den el pie para hacer su entrada triunfal ante los temblorosos corderillos, unos pagados de su superioridad, otros tranquilos en la cotidianidad y él, aparentemente sólo él, nervioso ante el tribunal que cree le juzgará inmisericordemente de acuerdo a las leyes oscuras y no escritas por las cuales aquellos jóvenes cachorros eligen tutor.

Y en su nerviosismo, el inexperto candidato empieza a hablar con el más veterano de todos ellos, alguien que ya era papable cuando él era uno de aquellos cachorros electores, y le cuenta el sinfín de ideas que tiene si finalmente es elegido, le cuenta proyectos y sueños, esperanzas y visiones, con el ardor propio de la ingenuidad, con esa pizca de candidez que tiene todo lo revolucionario, mientras el viejo tutor sonríe con la sonrisa que provoca el entusiasmo cuando es sincero, y le deja terminar la verborrea nerviosa, porque si hay algo que te de la edad es el tempo. Así que cuando se extinguen los rescoldos de los fuegos artificiales, con la voz más suave que puede poner y el deseo verdadero de ser lo menos hiriente posible, cabecea y le dice:

- Todo eso está fenomenal, pero al final me elegirán a mi, ¿sabes por qué? Porque yo estoy en la ciudad y tú estás en un pueblo a media hora del hospital.


El médico tarda unos segundo en encajar el crochet a la mandíbula, y en esos segundos en los que se tambalea sobre la lona, se abren las puertas del cónclave, desfilan los cardenales saludando a los esperantes, quienes bromean sobre las pequeñas miserias que esperan hayan quedado en los cajones, mientras se encaminan a la sala. El joven médico aún sonado parece haber recobrado su determinación mientras ocupa su sitio, pero basta un vistazo para darse cuenta de que el último rastro de candidez de su revolución interna se lo ha llevado el recuerdo que ya casi había olvidado del día en que era él quien estaba sentado al otro lado y de todas las razones prácticas, lógicas, sensatas, frías, sin una pizca de romanticismo, sin un atisbo de rebeldía, sin un ápice de hermosa locura, que le habían llevado a él a hacer la elección que hizo en su momento.

Así que escucha a sus compañeros hablar, les oye presentarse, envidia su soltura, la seguridad que les da tener reservado su silla en la mesa de los elegidos, y cuando le toca su turno, aún quiere creer que queda hueco para su entusiasmo, para acoger a algún insurgente con la cabeza llena de pájaros, y suelta su discurso como un James Stewart en Caballero sin espada ante el Senado americano, con tanta vehemencia que al terminar por un instante casi esperaba un público puesto en pie aplaudiendo enfervorizado.

Pero como en los casting de Broadway, los aspirantes son despachados con un amable "ya les llamaremos" y el joven médico se marcha despidiéndose de todo el mundo, recibiendo los buenos deseos de sus compañeros que le desean suerte, como al actor con algo especial al que le falta un buen representante. Y coge su coche esperanzado en recibir una llamada sólo porque está convencido de que aquello podría cambiar su vida, de que ser tutor canalizaría toda esa volcánica energía que siente bajo la piel y que teme pueda ir enfriándose y amalgamándose si no consigue darle una salida.

Así que se va esperando esa llamada. Y cada mañana conduce hacia su pueblo esperando esa llamada porque en algún momento decidió ser optimista y pensar que algún día sonará ese teléfono al fin.

















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