En el pasado cualquier forma de exceso podía caer bajo la definición de este pecado (wikipedia)
No, no me paso la consulta comiendo, ni bebiendo. Ni compulsivamente ni circunspectamente. No mordisqueo galletas escondidas en el primer cajón de mi mesa entre paciente y paciente (me imagino recibiéndoles con la boca llena, escupiéndoles migajas mientras amnanniseo, pobres)
Tampoco guardo una petaca de whisky en el bolsillo de la bata. Sería difícil en mi caso, porque la pobre creo que duerme el sueño de los justos en casa de alguno de mis cuñados que se metió en su día a pintor de brocha gorda.
Mis pecadillos de gula se limitan a unos caramelos de eucalipto con miel que me trae el bueno de Fulgencio cada vez que viene a la consulta a charlar un poco de su mujer y sus lagunas de memoria cada vez más profundas y anchas, y echamos unas lágrimas por aquel hijo que se les fue tan cruelmente en su niñez e hizo de sus vidas un infierno de pena y pastillas para los nervios.
Apenas bebo durante la consulta. Me lo reprochan mis residentes, muy adictas ellas a los buchitos de sus botellitas de agua mineral (algunas recomendadas por los amigos de la AEP, que al fin y al cabo, no ha tanto que abandonaron el desideratum de la edad pediátrica)
Eso si, no perdono los cafés. Uno en casa, madrugador,que comparto con Rosa Taberner por esas magias del Twitter que me permiten ver amanecer el cielo de Mallorca, otro antes de empezar en el bar del pueblo, codo con codo con mi compañero, enfermero de los que fueran jefes locales de Sanidad, hijo adoptivo del pueblo por desposorios, mientras se despereza la auxiliar de la residencia del turno de noche y miro para otro lado con falso disimulo para que no le sepa amarga la copa de coñá al bueno de Mauricio.
Luego un tercero a media mañana que no me lo pongo con un 18 porque no quiero molestar al enfermero. En fin, que no trabajaré a turnos, como dicen los chicos de la Cochrane, pero que yo diría que este espabile que me da la cafeína no es gula sino pura y dura necesidad.
Pero abandonemos la infructuosa búsqueda de la gula tardo-cristiana, de difícil encaje en mi día a día (aunque no inexistente en este páramo, como bien saben los chicos de la BigPh) y centrémonos en el más abstracto que recogían los wikipedienses, con esa referencia a un pasado de excesos que se me hace un presente. Y ahí sí que hemos pecado, y lo hemos hecho como gordos cardenales renacentistas. De algunos de esos excesos ya hemos hablado: de diagnosticar, de medicalizar la normalidad, de pruebas, de búsquedas, de fármacos, de atemorizar y exigir y regodearnos luego en el medico-centrismo.
Pero hoy quiero flagelarme por el terrible pecado del exceso registrador, el ansia de escuchar cien mil clicks en cada consulta, de dejarme los ojos en los pixeles, sin saber de qué color son las pupilas de quien me habla, de cambiar ítems de estado, de destacar sobre todos los demás en las estadísticas que me enviaban los sabios que habitan las cavernas de las gerencias.
He puesto caras de seboso pervertido ante un protocolo completado, ante unos parámetros clínicos rellenos ad nauseum, ante un botón derecho que me desplegaba un mundo secreto de opciones.
Y en medio de aquel placer insano, de aquel estómago a punto de vomitar para seguir comiendo, he olvidado el auténtico sentido de mi misión, el deleite de un manjar explotando en mi paladar en forma de datos que no engordarán estadísticas, pero que me servirán para conocer las inquietudes de un paciente. He olvidado el aroma de un vino disfrazado en un efecto adverso que generó una desconfianza hacia ciertos tratamientos, algo mucho más importante que registrar a los 90 años si se ha hecho una citología en los últimos cinco años.
He olvidado, en fin, que lo que tenía entre manos era sólo un instrumento para lo que de verdad tenía que tener entre manos. Que comer y beber era una necesidad para seguir viviendo, una necesidad de la que puede devenir un placer, por qué no, pero necesidad al fin y al cabo.
Y como un franciscano arrepentido, me he puesto el más viejo de mis hábitos, he apretado fuertemente mi cilicio, he dejado en un lado el oscuro deseo de mis gulas, al que sólo me entrego tras un padrenuestro rezado entre dientes al dios de la medicina de cabecera, desde mi silla, al nivel y junto a la de mis pacientes, y en pequeños y disimulados bocados, aunque les quite el sueño a mis gerentes y pretendan, sin suerte, tentarme con sus incenti-viles manjares.
Que ustedes disfruten con la venia de sus festines veraniegos.
La representación de la Gula por parte de El Bosco, en su obra La Mesa de los Pecados Capitales, que se encuentra en el Museo del Prado, es una escena de interior con cuatro personajes. A la mesa del banquete hay un hombre gordinflón comiendo. A la derecha, de pie, otro que bebe ansiosamente, directamente de la jarra, lo que provoca que el líquido se le caiga de las comisuras de los labios. A la izquierda, una mujer presenta una nueva vianda en una bandeja. Aparece un niño obeso, simbolizando el mal ejemplo que se da a la infancia, que reclama la atención a su obeso padre, En primer plano, una salchicha se asa al fuego. (Wikipedia)
1 comentario:
Cuando volví a la consulta, tras un largo paréntesis de 9 años, nada me importaban los registros, y sin embargo soy detallista y meticulosa con la única finalidad de vencer el sesgo de memoria y poder atender con calidad y respeto a los pacientes. No todos los días estoy en estado de gracia y no con todos los pacientes, pero escribir en sus historias, para ellos y para compañeros/as del propio Centro, de otros, de urgencias o de hospital, es para mí una exigencia interiorizada. Si he aprendido este exclusivo lenguaje de la medicina no es para no aplicarlo, sino para convertirlo en algo útil en mi trabajo y para los demás.
Soy rápida escribiendo, así que una vez que escucho -a veces al final de un paciente y antes de que entre otro- escribo y escribo en su historia. Me da igual si lo he registrado en el lugar correcto, no me gusta que nada violente mi anamnesis y exploración, mi discurrir inductivo y mis objetivos.Al final codifico siempre, ese es mi único compromiso gerencial. Yo hago mi trabajo como médica y codifico para que quienes tienen que explotar datos y devolvérmelos, puedan también hacer su trabajo. Hablo mucho, explico mucho, doy papeles, toco, sonrío y río, y vuelvo a tocar y a sonreír al despedirme. Lo mismo en los próximo meses le pongo una neurona al registro del tabaco (vía el laberinto en el que hay que "registrarlo para que cuente"), pero si es poco funcional, sé que no lo haré y sé que me importará poco. Eso sí, creo que la inmensa mayoría de mis historias soportarían la más exigente auditoría. Si debo confesar que me excedo en algo, es de mirar, escuchar, pensar, escribir y hablar, y creo que ya tengo suficiente edad para no corregir esas gulas mías.
Salud
Carolina
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