Los desplazados molestan. Vienen sin sus informes, olvidan sus medicaciones, creen que estos secarrales son las riberas del Manzanares, y sólo somos un puñado de médicos de pueblo. Demandan y sobrecargan y los jefes no lo reconocen. Viejas quejas para viejos problemas con viejas soluciones. Forasteros en tu propio país. Un despiporre.
Un chalet setentón con muros de gotelé grueso, una casa descolocada en medio de una urbanización burbujera. La puerta metálica está cegada con una malla densa. Oímos ruidos de llaves detrás y unos desasosegantes sollozos. Las manos tiemblan y no terminan de encarar la llave adecuada. La cerradura se atasca y los sollozos se vuelven hipos y juramentos.
Me cuesta adjudicarle una edad. Me lo impide una melena negra despeinada que cae sobre la cara, aunque medio enseña lágrimas de las que ensucian, y mocos. Me da la sensación que renquea un poco de la pierna derecha. Tartamudea, quiere contestar a mis preguntas, un tanto atropelladas por la premura, realizadas mientras buscamos el salón donde está su marido. Hay algo raro.
Ese vistazo de perro viejo haciendo domicilios, ese análisis canalla de datos blandos que nos dan los cuadros, los muebles y los olores. Me sale sólo. Han sido muchos años. Cuadros impersonales, sillones y sofás a un paso de convertirse en vintage, pero por ahora vulgarmente pasados de moda.
El está incosciente, sentado en el sillón con la cabeza volcada hacia atrás, la boca semi abierta. Al verlo, mi gesto instintivo es aproximar el oído para oír le respirar, aliviado. Mis compañeras despliegan su profesionalidad sin que medien apenas palabras. Mi olfato de perro viejo me señala una cartilla de las de apuntar los azúcares que esta semi escondida por una bolsa repleta de paquetes de tabaco.
El LOW del glucómetro activa nuestros protocolos internos, los que no necesitamos que nos tatúen los jerifaltes. Luego los papeles doblados dentro de un sobre mugriento me revelan enfermedades de esas que manifiestan su crueldad devorando desde las tripas sin dar más oportunidades que las de despedirse de quienes quieres mientras aún te queda algo de aliento.
Ella me confiesa que ha tenido una trombosis cerebral y me culpo por malinterpretar el arrastre de la pierna y de las palabras. Y entiendo mejor las lágrimas de desamparo que no han parado en todo el tiempo que ha tardado la glucosa al 50% en espabilar al caballero.
Luego se sienta a su lado, ya recuperada la consciencia y el habla, y le da zumo de naranja de un modo torpe y cariñoso.
Qué ha llevado a aquellos dos seres golpeados por la naturaleza a abandonar sus redes de seguridad y venirse a estos pueblos a mitad de camino de ninguna parte, precisamente cuando la vida se empeña en forzarles el paso no puedo ni imaginármelo. Pero os garantizo que la miseria huele. El amor también, por cierto.
Habíamos pasado buena parte de la mañana absorbiendo otros olores. Con el mismo aroma a desesperanza, pero rematados por una sonrisa agradecida a pesar de los auto-engaños que quieren hacer más llevadera la proximidad del final. El cáncer nos enfrenta a nuestros terrores más profundos: el dolor, la desesperanza y la muerte. Por eso nos aterroriza, y por eso requiere un valor del que no siempre dispones. Y esa cobardía es de las pocas que no pueden reprocharse.
La muerte huele, es un hecho. Huele cuando empieza a sobrevolarnos. En realidad siempre está allí revoloteando como las gaviotas sobre el barco pesquero. Pero sólo nos alcanza su olor cuando nos decidimos a mirar hacia arriba.
La guardia no estaba resultando demasiado complaciente. Hoy tampoco encuentro el ánimo. Quizás mañana.
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