lunes, 15 de agosto de 2016

El médico en su laberinto

Ya no me siento a gusto en los hospitales. En ese asincrónico discurrir del tiempo que existe en nuestras cabezas, no hace tanto que me desenvolvía en sus pasillos como pez en el agua. Tarareaba en mezzo tono mientras iba de un lugar a otro con el caminar decidido de quienes se saben en su elemento. Saludaba a diestro y siniestro, sonreía a unos y otras dándole aire al vuelo de la bata blanca en los controles de cada planta. No voy a decir que fuera el amo, pero un familiar suyo, seguro.

No hace tanto, sigue diciéndome ese reloj del relojero loco de Alicia en la cabeza. Solo mil años. En cada habitación había dos historias, o doscientas, a veces esas puertas abiertas transpiran desamparo. Casi siempre. Pero yo era el médico. No voy a decir que no sintiera el zarpazo de la empatía ante los ojos tristes y el olor a comida sin sal y sin terminar, pero la vida estaba fuera de esos pozos de desesperanza y en el remanso de los despachos donde cocinábamos informes, pruebas, diagnósticos y tratamientos. Seres que sobrevolábamos las miserias durante la hora de pasar planta. 

No digo que esta sea la realidad de los hospitales: digo que era mi realidad, la de un joven cachorro al que la Medicina aún no le había puesto en su sitio. Pero vamos, no tenía prisa, ya se encargaba ella de marcar sus tiempos. 

Han pasado sesenta segundos mentales de aquello, veinte años del calendario gregoriano, mucho más inmisericorde. La Medicina le ha cogido el gusto en estos años a despojarme de la vanidad a guantazos. Y ahora ya no me siento a gusto en los hospitales. Cojo el ascensor de las visitas, mirando de reojo el más rápido del personal. Subo hasta la quinta planta. Tengo anotado en un papel los números de las tres habitaciones. He perdido todos los instintos y recurro a los carteles  y las flechas indicadoras. Hay poca gente en los pasillos, pero aún distingo los personajes, la insultante juventud de los residentes y su andar decidido, la reflexión esquiva de los adjuntos más mayores, la supremacía quirúrgica de los pijamas azules y el poder de abrir a un ser vivo, las miradas breves de las enfermeras al apartarme de sus eternas prisas. Algunas cosas permanecen inmutables. 

Las tres y media es hora de siesta hospitalaria. La puerta está entreabierta y asomo la cabeza con la timidez requerida. El primero de mis pacientes está tumbado de medio lado mirando sin ver el parloteo de la televisión. Su mujer ojea una revista del corazón de esas que parecen entregarse con la hoja de admisión. Entremezclamos las sonrisas. Les hace ilusión verme. Hablamos de las pruebas, de la comida y hasta de política. Su mujer me acompaña hasta el pasillo buscando esos momentos de intimidad y revelaciones que te hacen un nudo en la garganta. 


Bajo dos plantas por las escaleras. El perro viejo detecta el alboroto controlado del cambio de turno enfermero, pero pesa el silencio. Es la visita más difícil. Las habitaciones individuales suelen ser malos presagios. En la cama la vida se escapa a chorro. Abre los ojos y dice mi nombre y tengo que reunir siglos de autocontrol para no echarme a llorar. Las lágrimas de todos flotan en al aire como el ozono malo. 

En el pasillo todos movemos la cabeza en el signo universal de la rendición ante el poder sin límites de la vida y la muerte. 

Aún me queda otra visita, un piso más abajo. El mismo silencio, las mismas revistas dejadas apresuradamente en el regazo. Queda espacio en la pequeñísima habitación para las bromas, y las risas se llevan el olor a bolsas de orina y enfermedad. 

Cuando salgo del hospital hace un calor terrible. No me encuentro a gusto en los hospitales, no.  Aunque quizás haya aprendido a sobrevivir en mi laberinto.



                          
La foto está tomada desde la terraza descanso sin salir de mi laberinto














5 comentarios:

Diego Martínez dijo...

La calidad de la medicina que hacemos es de amplio espectro y depende poco del ámbito, en parte de los recursos y mucho del profesional. Cada uno ha de buscar su sitio, con sus emociones y sus deseos. Espero que el narrador de la historia lo haya conseguido.

Un saludo

Calinela dijo...

¡Tus pacientes deben sentirse tan afortunados cuando te vean aparecer en su habitación del hospital!
Felicidades por el blog, es un gusto leerte.

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias a ambos por los comentarios. A Calinela por su amabilidad: creo que mis pacientes se sienten tan afortunados como me siento yo de ser su médico de cabecera.
Y Diego, solo decirte que tienes toda la razón, que la Medicina debe practicarse en todos los ámbitos y que es muy importante encontrar el que mejor se adapte a cada uno de nosotros, y darlo todo por intentar practicar la mejor Medicina posible.
Yo, por mi parte, he encontrado sin ninguna duda mi elemento, y solo quería contaros que a pesar de haber conocido otros en su día, estoy tan a gusto en el mío que no dejo de sentirme raro en los ajenos.
Un abrazo a ambos.

Alicia dijo...

Buena costumbre esa de visitar a tus pacientes enfermos en el hospital... seguro que lo agradecen hasta el infinito. En esos momentos de sufrimiento ver que tu médico se preocupa y acuerda de ti, de verdad, es para dar las GRACIAS...

Raul Calvo Rico dijo...

Gracias Alicia. La implicación del médico de cabecera, incluso física, durante el ingreso de nuestros pacientes,, es una vieja reivindicación de algunos de nosotros.