lunes, 30 de enero de 2017

Ternura

Sí. Definitivamente, la ternura está demodé, es un sentimiento que a veces parece estorbar, y casi siempre, avergonzar. Especialmente a nosotros, los machos alfa, o beta, e incluso hasta a los omega. Que de repente se te venga las lágrimas al gaznate, incomoda. Que la persona que tenemos sentada delante tenga que rebuscar a toda prisa en su bolso un klenex porque la pestaña está empapada y el moco empieza a colgarle nos hace removernos en nuestro butacón. Que en la vorágine de pacientes citados cada 5 minutos, sorpresas al margen, alguien pretenda envolvernos en sus sentimientos nos aterra, porque parece que ahí no hay mesa que pueda interponerse, no hay bata que nos resguarde, y si permitimos que de rienda suelta a historias que dejarían en pañales a Emily Bronte, entonces a ver cómo nos recuperamos después ante el siguiente paciente que viene a que le miremos esa almorrana sangrante que le trae por la calle de la amargura.

Bueno, pues yo me resisto. No es que le pida al caballero del ejemplo anterior que, en posición genupectoral y con mi dedo enguantado palpando el tan odiado y dilatado plexo hemorroidal, que me cuente una historia lacrimógena, no. Simplemente es que ya hace tiempo que he decidido, contra viento y marea, que pienso disfrutar al máximo de cada una de las lágrimas que tenga que empapar a toda prisa en el papel de secarme las manos, de cada uno de los escozores que tenga que tragarme como un reflujo de grado IV, y que si me llaman tierno, o ñoño, o memo, pues que me da exactamente igual. Porque además pienso hacer gala de ello, que ya está uno harto de tener que callar según qué cosas, y ésta es una de esas que en algún momento algún adelantado nos enseñó a identificar con la falta de profesionalidad, y nos recomendó, a los incapaces de huir de ellas, al menos ocultarlo. Pues nada, aquí me tenéis, dispuesto a salir del armario de la falta de sentimientos.

Ella lleva un tiempo dándome alegrías. Era una mujer tímida y frágil, en apariencia, claro, como todas las de su generación. Acero puro en su interior. En los últimos dos o tres años la oscuridad se fue apoderando de su cerebro, insidiosa y traicioneramente, como sólo ella sabe hacerlo. Los encuentros se trasladaron de mi consulta al salón de su casa, o a su cocina, ahora, últimamente, a la cabecera de una cama articulada, donde, encima de un colchón antiescaras, se va encogiendo como un pajarito helado, y casi con las mismas carnes en su cuerpecillo.

Las conversaciones también se han ido trasformando casi en monólogos, los ojos permanecen casi todo el día cerrados, en una niebla que los demás desconocemos, quién sabe, quizás haya allí dentro un mundo paralelo construido con personajes que ya sólo viven en los circuitos más profundos de su memoria.

Cuando llego me acerco a ella despacio, temeroso de asustarla, como si se tratara de una sonámbula a la que no conviniera despertar bruscamente. Cuando abre los ojos me mira y cada vez cuesta más ver el brillo del reconocimiento en la mirada. pero a mi me da igual, yo vuelvo a decirle quien soy, la tomo el pulso en la muñeca de papel, le acaricio la cara mientras la sonrío. Alguna vez le cuento un cotilleo inocente, voy ahora a casa de fulanito, o, a menganita se la han llevado sus hijas a Madrid, y a veces se medio sonríe, incluso una vez me contestó con un inesperado "¿es que está malo?" que me hizo partirme de risa.

Me guardo cada uno de esos momentos breves de lucidez convencido de que son habas contadas, quien sabe si la traca final. Para mi, desde luego, otra alegría. Ya digo que lleva un tiempo dándomelas.

Hace unos meses, el invierno pasado, fue ingresada en el hospital durante un fin de semana. El equilibrio inestable en el que sus órganos y yo vivimos desde hace años se vio terriblemente amenazado y aquellas paredes sin sus retratos, aquella vecina de cama que no roncaba como su marido, aquellas señoritas que entraban y salían trayéndola medicinas y comida y que no se parecían a su hijo ni a su cuidadora, estaban a un paso de vaciar la mochila de su lucidez a velocidades supersónicas. Me contaron después que cuando entró un día a verla el médico de la planta, preguntó quién era aquel señor. Ellos le dijeron que era su médico, y ella contestó que no, que aquel no era Raúl. Como os decía, lleva tiempo dándome alegrías.

El otro día estuvimos en su casa. Aunque la visita no era para ella, ir a verla es una obligación de las placenteras. Abrió los ojos distraída, no recuerdo qué la pregunté, pero no tenía demasiadas ganas de contestarme y todo quedó reducido a una elegante y breve "visita del médico" por mi parte, y una retirada rápida para no interrumpir más la hora de la siesta, o de los recuerdos, o del vacío calentito de las mantas.

Pero justo cuando me disponía a marcharme, un ruido me hizo volverme. Con los ojos abiertos, y moviendo una de sus manos, me pedía que me acercara. Encantado lo hice, y entonces me plantó en la mejilla una ráfaga de besos de abuela, que me pusieron la sonrisa en la boca y la lágrima esa demodé de la que os hablaba al principio en los ojos. Cada uno de esos besos era ternura en estado puro, sin cortar.

Luego me fui a mi casa sin ninguna gana de abandonar esa sonrisa, y preguntando a mi compañero invisible de coche si existe alguna otra profesión tan maravillosa como la mía. Alegrías, sólo me da alegrías.




Una imagen preciosa de Un doctor en la Campiña (Thomas Lilti. 2016) que me encanta por cómo refleja ese carácter inigualable y sagrado de nuestras visitas a los domicilios.














2 comentarios:

Juan Antonio García Pastor dijo...

Ser tierno es una de las ventajas de centrarte en la persona y de la longitudinalidad. Puedes manifestar tus sentimientos.

Rodrigo Gutiérrez Fernández dijo...

"...pienso disfrutar al máximo de cada una de las lágrimas que tenga que empapar a toda prisa en el papel de secarme las manos."
Disfruta de esta maravillosa profesión, amigo... y no dejes de contar(nos)lo por favor.