lunes, 25 de junio de 2018

Pánico

La médica estrenaba galones y no podía evitar llevar la sonrisa tatuada como si fuera el Joker de Batman. No siempre se cumple el sueño de toda la vida, así que por las mañanas se entregaba al tráfico de la autovía como si estuviese camino del Valhalla y hubiera terminado ya con dos o tres barriles de cerveza vikinga, pero dando cero cero en el control de alcoholemia: es lo que tiene la borrachera por ilusión, que no te quita puntos del carnet.

Es verdad que era sólo las sustituciones del verano, pero era su cupo, en el que experimentó la metamorfosis definitiva que le convirtió para siempre en apasionada médica de pueblo. Las preguntas sobre el paradero del titular eran breves y terminaban en sonrisas compartidas alrededor de su imagen con el Meyba tipo Fraga persiguiendo a sus vástagos por las playas de la Costa del Sol; la potencia del imaginario popular da mucho juego y le pega siempre un buen arreón a la empatía y el buen rollo. Así que la consulta se metía enseguida en sus derroteros de anarquía e improvisación y ella estaba encantada.


No, no es que no se hubiese sentido partícipe durante esos cuatro años de la vida y milagros de sus pacientes, especialmente el último año. Había alcanzado con ellos ese nivel reservado sólo para los jugadores más expertos y atrevidos en el que las confidencias fluyen con la naturalidad de cercanía, y esa naturalidad seguía flotando en el ambiente aunque la figura protectora del tutor estuviera llenándose los pies de arena a quinientos kilómetros de distancia. Así que claro que le quería mucho y le echaba de menos, pero ahora era la hija que se va de casa a estudiar a otra ciudad y se mete en su cocina para prepararse una tortilla con los huevos que compró en el mercado y luego se la come sentada despatarrada en el sofá porque le da la gana y es su casa: se sentía libre, y la verdad, le molaba.


Los primeros días siempre da un poco de vértigo caminar por el alambre sin red, a quién no le daría. La jodida incertidumbre y sus cosas hacen sudar al más pintado. Los terrores del Harrison te asaltan en cada uno de los kilómetros que hay de vuelta a casa, en cada uno de los segundos en que desconectas de las noticias del telediario mientras comes, en cada uno de los instantes en que tu hija te ha preguntado la terrible cuestión de por qué los pájaros vuelan y no le has respondido hasta que te ha pegado un buen tirón de la falda. Y siguen ahí, a pie de cama como si tuvieran un insomnio crónico, asaltándote cada vez que el calor te hace abrir el ojo durante la noche. Sí, los terrores son jodidamente insistentes; por más que te hayan repetido hasta la saciedad lo de la gestión de la incertidumbre, en los momentos de flaqueza te gustaría llevar un body-TAC portátil en el bolso.

Pero los días siguen y al final una se va sintiendo cada vez más cómoda en el papel, como si por fin te hubieran dado el traje exactamente de tu talla y encima te vieras en el espejo tan requeteguapa. Aunque hay un pero. Siempre hay un pero, en la vida, en las relaciones y en las comedias románticas de Hollywood. Y en este idilio con el sueño dorado de la médica, el pero tiene un nombre y su sólo mención consigue que se le quite el moreno de piscina de golpe, provoca una descarga vagal que hace que el Sanex se rinda incondicionalmente en las axilas y un temblequeo de canillas de R1 de neuro diagnosticándole un síndrome de las piernas inquietas.


Guardia. Ese es el nombre del pánico. Sabe en su interior que es un miedo tan absurdo como el que le provocan las películas de fantasmas. Ha hecho cientos durante la residencia, las ha vivido de todos los colores, ha llorado, reído, gritado, se ha desplomado en una cama caliente y ha aguantado en pie toda una noche para rematar con un chocolate con churros. Pero nada de eso parece valer cuando se acerca el día definitivo, el día en que la guardia le retará cara a cara, sin defensa, sin contemplaciones, con toda su crudeza o con toda su bondad, con toda su rareza o con toda su sencillez, como son ellas, como es ella. Durante unos días consigue engañarse sacándosela de la cabeza, o más bien, arrinconándola en circuitos neuronales como vías de tren abandonadas.


Pero sigue ahí y la noche anterior a su primera guardia de adjunta, las horas están como ella de imaginaria, y las cuenta todas, robándola el cansancio un sueño entrecortado e inútil. Y ese día, como el Joker, la sonrisa es más bien un rictus que da miedo. Conduce en silencio, sin música, sin noticias, como si velara armas. Se sabe exagerando, pero que se lo digan a sus manos que están dejando empapado el volante. Ese día la consulta parece más corta de lo normal. Cosas de la relatividad, supone. Cuando termina, en el camino hacia el centro, piensa en cuántos médicos estarán viviendo aquel día las mismas sensaciones que ella. Muchos, piensa. No, no la consuela gran cosa. Tampoco pensar que todo el mundo ha pasado por ello. A la mierda todo el mundo. La que está acojonada es ella. Pero nadie vendrá a solucionar esta papeleta, y nadie se siente nunca lo suficientemente preparado. Así que, aparca el coche, toca el timbre de la puerta mientras lee el cartel de Urgencias. Cuando la puerta se abre, sólo vacila una milésima de segundo.


Dedicado a quienes estos días están dando sus primeros pasos en este mundo que, a pesar de todo, es, de verdad, maravilloso.
















2 comentarios:

Juan Antonio García Pastor dijo...

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Que vayan confiados y seguros de sí mismos.
Saben y resuelven más de lo que creen.
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Recuerdo que mi primera sustitución fue de APD en un pueblo de medianías.
Te quedabas en la Casa del Médico.
Librabas el jueves y un fin de semana alterno.
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En la 1° guardia en el 1° día, entre los cinco primeros casos, atardeciendo, acudieron tres crisis epilépticas, dos de ellas conduciendo.
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Tenía 24 años y corría el invierno de 1981.
Y los recursos eran lo que eran.
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No me ha vuelto a suceder pero fue mano de santo. Pensé: "Después de esto, cualquier caso...".
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Juan F Jiménez dijo...

De acuerdo en que han de ir con confianza, sobre todo pensando y sabiendo que realizan una labor social y humanamente valiosisima, encomiable y a veces vital. Nuestra profesion es un privilegio para quien poseemos el don de la vocación.
Aunque tambien toca ser realistas : lamentablemente la España de 1981 no es la misma que la de 2018 , casi 40 años mas tarde.
Posiblemente ha cambiado el concepto general de la atención sanitaria, con un derecho inexistente a la salud y el concepto de paciente como usuario, De hecho en el ejemplo expuesto hoy seria inimaginable que los pacientes acudieran al centro y menos por sus propios medios, hoy llamarian antes para ser atendidos en su domicilio.