lunes, 17 de agosto de 2015

Los pecados capitales 7: la codicia

Codicia: afán excesivo de riquezas. Deseo vehemente de algunas cosas buenas.
Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua. 23ª edición. Octubre 2014.

Hoy terminamos este camino dantesco de reflexión sobre nuestras flaquezas y debilidades. Ha sido un camino más duro del que los chascarrillos han podido aparentar, y solitario en realidad, sin mi Virgilio particular, excepto la propia conciencia, que no es moco de pavo.

Terminar con la codicia ha resultado paradójico. Porque en su concepto judeo-cristiano  de afán excesivo de riqueza también me contaminó en su día. Y porque en la más benevolente definición de los académicos de la RAE, sueño despierto cada noche de insomnio. Expliquémonos y sometámonos a su generosa indulgencia.

Primera parte: esa codicia infame y vergonzante.

Sí, yo también quise ver en la Medicina un camino para enriquecerme. Puedo poner excusas de juventud, pero excusas al fin que tapan poco las vergüenzas. Yo tenía la residencia tierna, y había encontrado de rebote en el deporte profesional un mundo de lujo de niños mimados acostumbrados a tener un médico a cualquier hora a golpe de teléfono móvil de última generación. Y aquel despilfarro de coches caros, de ropas de marca y porteros que aparcaban tu coche en la puerta del Barnum me atraía como la luz a una polilla, a una polilla cada vez más vacía de valores, y a la que, si le rechinaban los dientes, le bastaba con ponerse unos auriculares caros en las orejas.

Cuando te falta el contrapeso del amor profundo, es fácil perder la perspectiva. Y el sueño. Porque me faltaban días en el mes para pasarlos de guardia, en un trabajo que me llevaba de una casa a otra del Madrid de las horas golfas. Hacia visitas domiciliarias nocturnas para una compañía privada; yo pago, ergo el médico viene a las cuatro de la madrugada a mi corrala a verme un callo que me ha salido en el juanete. Regardé la gilipolluá (recuerdo de Tip y Coll sólo para viejunos)
Dinero a fin de mes, ojeras matutinas. Aunque no hay mal que por bien no venga: descubrí el gusto por los domicilios, ese mundo desconcertante donde las miserias se esputan con la tos y se defecan con las diarreas. Y donde las fotos y los muebles te cuentan historias increíbles, amargas o tiernas.


Y luego completábamos el dislate con un trabajo de Atención Continuada en el único Centro de Salud que quedaba abierto por la noche en mi ciudad de provincias, un centro que rendía pleitesía al gigantismo de las Urgencias del Hospital, abierto como un Seven Eleven solo dos calles más abajo. A veces sufríamos el trasvase de sus saturaciones y otras, muchas, nos compensaba con el hospitalismo ciego de la población: quid pro quo, como diría Hannibal Lecter (en este caso, con similar canibalismo)

¿Cómo, que me quedaba algún hueco libre, unas mañanas al bies? Sustituciones a saco, hoy por este, mañana por aquel, aquí un médico de pueblo, allí un pediatra moderno, acullá un expendedor de recetas y partes. Suma y sigue. La cuenta corriente engorda al mismo ritmo que se dilapida la buena Medicina que debía estar sembrada por ahí en algún lugar de tanta tierra yerma. Me hacia falta que alguien me incrustara una brújula en la cara, una auténtica patada en los cojones, vamos.

Hay relojes que sólo los para un martillazo. Y sólo hay una fuerza en la naturaleza humana capaz de convertirse en ese mazo pilón. Resumiendo, y para no entrar en detalles, me lleve el martillazo en salva sea la parte y tal día hizo un año. Al contrario que en el refrán, el amor entró por la ventana y a la codicia la dimos boleto por la puerta como señores que somos. El mazo aun respira tranquila cada noche en la almohada. Y por muchos años.

Segunda parte: la codicia benevolente. El deseo vehemente de algunas cosas buenas

Deseo vehementemente una sociedad sin miedos, de humanos preocupados por reír y gozar, o por llorar y sufrir, que no busquen respuestas a cada por qué, que sonrían cuando se despiertan por la mañana, y valoren la temporalidad de sus vidas, en vez de buscar una inmortalidad tenebrosa.

Deseo apasionadamente una sanidad justa e igualitaria, un reducto de humanidad y humildad, de comprensión y cariño. Una sanidad con ciencia y con conciencia, ajena a las perversiones del dinero, preocupada y ocupada en servir, centrada en el que necesita ayuda en el trance del enfermar o del morir.

Deseo ardorosamente un sistema sanitario repleto de médicos de cabecera que se sepan el nombre de sus pacientes, que sepan cuantos nietos tienen, que sepan por qué le abandonó su mujer, que sepan por qué no se habla con su hermana. Repleto de gestores que olviden sus números y vuelvan a ver a las personas, que entiendan quien debe ser el centro de todo.

Deseo entusiastamente un mundo de hospitales pequeños, con pocas camas, abiertos y cercanos, con muchos generalistas y visitas continuas de los médicos de cabecera. Un sistema con unos pocos hospitales que concentren esos ojos de cíclope enormemente necesarios, pero en su justa medida. Médicos que vuelvan a sentirse médicos, traumatólogos que  ausculten a un paciente que tose, cirujanos que interpreten un electro, neumólogos que sepan calmar el dolor de un cólico nefritico de uno de sus pacientes sin rellenar siete hojas. Y pacientes que sean personas, no números en una habitación, o, peor aún, diagnósticos fríos.

Deseo fervientemente una vuelta a la medicina rural de siempre, médicos de cabecera abandonando las trincheras de sus consultas, renegando de los edificios gigantiásicos, a los que se encuentre en la casa de una ancianita, o en la guardería, o hablando con los gitanos que acamparon junto al río, para ver si han vacunado a su chavalería.

Deseo todo eso en una noche oscura, con ansias en amores (por la Medicina) inflamada, ¡oh, dichosa ventura! estando ya mi casa (gracias a estas reflexiones veraniegas) sosegada. Y que me perdone San Juan de la Cruz por el atrevimiento de robarle unos versos.


Con este retablo final completa El Bosco, al igual que lo hacemos nosotros, la Mesa de los Pecados Capitales que puede admirarse en el Museo del Prado de Madrid.
En ella, representa un juicio en el que el juez, lejos de impartir justicia, acepta un soborno de una de las partes o incluso de las dos partes en litigio. (Wikipedia)



1 comentario:

Juan F. Jimenez dijo...

Gracias querido compañero por ofrecernos este excelente compendio de “pecados”, de lectura amena, profunda y útil, especialmente para los compañeros en formación.
Y es que, mas que pecados, sin quererlo, has descrito virtudes (no se si teologales, cardinales o como se llamen) de hecho para cuadrarlos como tales, se ha debido buscar significados muy secundarios. Pero muestran también tu calidad profesional y humana.

Y es que todos, tienen en común cuatro puntos: el exceso de generosidad, espíritu de servicio y sacrificio y tal vez lo mas importante: la humildad para reconocer también nuestra frágil condición humana.

Lo cierto es que, al margen de nuestra natural tendencia a autoflagelarnos, debemos reconocer que la calidad y el prestigio moral universal del médico es una realidad, y mas singularmente la del de familia, y asimismo el español o hispanoamericano. (Al margen de los “garbanzos negros que pueden existir en todos los colectivos).

Y eso es algo que se puede palpar y hasta disfrutar en cualquier lugar o circunstancia y que conocen muy bien las compañías privadas de servicios o de cualquier tipo.
Como "penitencia" a este compendio de "pecados" propondría que nos regalaras con otro de virtudes pero ya lo has hecho magistralmente, especialmente en la segunda parte de esta entrada.

Nos apoyamos en este caso, una vez más, con las “muletas” del maestro Gregorio Marañón:

”Yo tengo la certeza, después de haber pensado mucho en ello y de haber recogido
muchos datos en mi vida profesional, que el estímulo más importante que nos ha llevado, casi adolescentes, a la Facultad de Medicína es, y esto, parece una perogrullada, el impulso de curar al prójimo, de aliviar sus dolores y eventualmente arrancarle de la muerte"

"Los médicos nos damos cuenta que hay un margen en torno de cada trastorno,
Incluso del más orgánico, que solo se deja atacar por la brecha ideal y misteriosa de la sugestión.
Y esta fuerza, que creo que debe llamarse extracientífica, depende, en último término, de una sola cosa: del entusiasmo del médico, de su deseo ferviente de aliviar a sus semejantes; en suma, del rigor y de la emoción con que sienta su deber."